domingo, 19 de abril de 2009

(sin título)

El valle se deshace en sombras mientras tú levantas el mantel de la mesa y lo sacudes sobre la cocina. Las ventanas allá dan al oeste, y el blanco frigorífico ahora es rojo, y nuestra foto verde del pacífico también, donde igualmente bellos eran los ocasos, más aún, aquí nos falta arena para enterrar los pies ante la muerte.

Cómodo en el sofá miro tus piernas, perfectas claro, yo las elegí entre la multitud, contigo de regalo. Hace años, o meses quizás, quién sabe si sólo han pasado días desde que nos conocimos, ya no puedo decirlo.

Al principio fuiste morena y joven, con cara de india, contigo descubrí algunos secretos profundos y húmedos que aún se me negaban, creo que tú los descubriste todos.

El jardín está hermoso por las tardes, me gusta salir a regarlo, cuando los niños regresan en sus bicicletas de colores, y tú preparas la cena, siempre antes del ocaso. (Es verdad, a veces la preparo yo, pero se me hace tarde).

Voy a acercarme al dormitorio, allá entre los prados, es un paseo pero no muy largo, diez árboles más abajo, y ya luego sólo nuestro lecho, entre millones de briznas de hierba que miran al este. Como no tenemos cortinas aquí los gallos no cantan -no tienen que despertar a nadie-, todas las noches siembro una flor a tu lado de la cama.


Un día, aún lo recuerdo, quizás hace tan sólo unas horas, crecimos juntos y éramos ya casi tan grandes como el frigorífico, y los pies se nos salían del sofá, y sabíamos más cosas es verdad, y el sol nos doraba dulce en su agonía, y tus cabellos eran rubios como los de una sirena, y plateados cuando por el ventanal del salón entraba la luna con tibieza de leche en el suspiro fresco de las olas susurrantes a la orilla del mar hacia el que construimos este lado de la casa. Por aquel entonces tú ya sabías más cosas que yo, y tenías los ojos azules más hermosos de la tierra.


Yo solía entretenerme mirándote, como ahora hago, compartíamos silencios, y te enseñaba las pequeñas cosas a las que yo me dedicaba, como no pensar en nada, y dormir con los ojos abiertos, o inventarme palabras, y secretos que sólo a ti te contaba, y hacer poemas fugaces que iba olvidando, letra a letra, tan largos como bobinas de hilo de esas de coser botones de camisa: blancos, azules, marrones, ahora de qué color lo quieres, te preguntaba yo, negro como mis ojos, me respondías.

Porque una mañana amaneció y tus ojos eran negros, y toda tu piel, y tus labios una maravilla sobre los que aprendimos aún más secretos inconfesables. El sol disfrutaba de tu tacto, sedoso patinaba por tu espalda, se amaba a si mismo amándote sobre la tersitud y dulzura de tu vientre. Eras de ébano, como algunos dicen. Aquellas noches bailamos, casi hasta el amanecer, e hicimos fogatas en las montañas del sur, donde dormimos bajo estrellas distintas, y una vez más nos juramos amor eterno.


Yo también he sido muchos distintos, tantos como hombres han existido en la tierra, pero igual te he amado, y me has amado creo, igualmente de todas las formas distintas.


Sí, este es buen momento para leerte todo lo que sé de Cortázar, y Borges, y Neruda, y Vicente Huidobro, y Walt Whitmann, y tantos otros que nos enseñaron el camino, a veces sin darnos cuenta, que nos regalaron todo lo que tenemos; nosotros sólo tuvimos que comprarnos el sofá y el frigorífico, y la cama; para la flor que te siembro cada noche el dinero no existe.


Algún día pienso, mientras guardas el mantel y vienes y me acompañas y damos la espalda al sol ya ido y miramos cara a cara al mar y las estrellas; algún día supongo que habremos de hacernos viejos, pero viejos de verdad, y quién sabe, supongo que habremos de morirnos.

Tú, que ahora nada piensas, mientras la luna te ilumina el pelo blanco como la leche, ya no sé de dónde eres, ni de dónde viniste, sabiendo sin embargo que eres todas las que conocí desde ayer, o desde hace años, o desde hace un siglo, ya no puedo decirlo.

Mis manos arrugadas te arropan, porque tú ya estás vieja, y sabes más que yo, y ahora habré de llevarte a la cama, no muy lejos, diez árboles más abajo, allá entre los prados; para enterrarte en tu lecho, dejándote todos los besos del mundo entre tus brazos, y todo mi amor acompañándote, eternamente, más allá del viaje estelar de tus huesos. La flor esta vez habrá de crecer hasta convertirse en árbol.


Yo también debo irme, aún debo volver al salón, antes de que amanezca: limpiar el sofá de los últimos restos, cerrar las ventanas, vaciar el frigorífico y apagar la luz. Que todo esté listo para los nuevos inquilinos mañana.

Mientras camino sendero arriba, en busca de todas las ciudades del mundo, amanece el sol a tu lado, y se detiene a rendirte homenaje; quizás nadie más que él y yo sepamos que fuiste, pero así fue, y ahora eres roble, o encina, o caoba, o ébano o eucalipto.

Yo voy camino del mundo, en busca de Borges, Neruda o Cortázar, o cualquiera de todos los otros, con mis manos arrugadas, que me digan dónde se mueren los personajes.

1 comentario:

  1. Muy bueno el relato. Tiene buena pinta el nuevo blog. Un beso. M Copola

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