Regresamos con el alma arrasada de silencio y eternidad. Hacemos una última parada frente al puente que nos llevará de vuelta a casa, al otro lado del mundo. Nos quedan casi quinientos kilómetros para llegar de nuevo al punto de partida; casi cinco horas atravesando bosques, conduciendo por la izquierda, por carreteras de un solo carril en cada sentido.
La noche se abate sobre nosotros, sobre nuestro coche alquilado, sobre las decenas de instantáneas que se acumulan en nuestras retinas quemadas de tanta belleza. La noche es tan cerrada, tan ancestral y primitiva, que los faros apenas desgarran la oscuridad de su abismo.
Conduzco a ciegas, casi, con el instinto. Atrás ya duermen, apoyados los unos sobre los otros. Mi acompañante comparte conmigo el alucinado silencio. En las curvas algún pensamiento queda atrapado en el tapiz de ramas, emociones aún recién nacidas, que quedan en el camino para morir.
Sólo nosotros cruzando la noche, corazones latiendo entre la vigilia y el sueño, a ochenta millas por hora, sumidos en el trance atemporal de la noche primigenia. Hacia un lugar que suponemos sigue estando allí.
(...El ciervo se atravesó como un fantasma vivo,
tan vivo como nosotros...)