martes, 15 de octubre de 2013

Estado


           Ya siento como sube y me inunda de nuevo la fiebre, en esta tarde suave de otoño, aún luminosa y de brisa cálida, mientras escucho a mis hijas jugar y me dejo llevar por sus voces, por sus gritos, por el pequeño y constante estallido de felicidad de sus bocas, de sus cuerpos girando, corriendo, haciendo piruetas y tirándose al suelo como si la vida fuese tan sólo eso, un juego de luz sin relojes.
            Me dejo llevar por ellas, por su presencia sonora, por su grito vital, pueril y reivindicativo, por su latido veloz y rumoroso. Y a través de ellas me traslado a algún perdido rincón de mi infancia, a otra tarde, a otra luz, a otro rumor de vida que pasa; que ya pasó, un lugar que ya no existe más allá que en mi materia, en la masa oscura y ciega que me hace, en sus azarosos calambres luminosos que iluminan la blanda y frágil patria que es mi memoria.
            Yo soy, el único continente vivo de la atemporalidad del mundo, donde todo es posible, esa esquina errada donde acaban encontrándose pasado, presente y futuro.
            Eso somos, acá adentro, inconsciente niños que bailan y juegan con la luz del mundo sin tiempo, testigos de excepción de este extraño azar llamado vida.

            Cuando el sol acaba de hundirse en el último renglón del horizonte divisable, y su gajo ardiente de pura luz es ya tan sólo una miríada de recuerdos vagos y gaseosos, a modo de estelas de luz anaranjada y a la deriva en el cielo, ya la ciudad vuelve a recobrar sus tonos más grises y ocres, su apagada estancia de cemento y ladrillo, su realidad de morada fría histriónicamente adornada, contemporánea caverna que guarece al hombre de los peligros de la noche, aunque éste quede indefenso, a la intemperie de sus propios sueños.