Las manos del hombre, ya maduras, recogen alguno de los amarillentos cuadernos de tapa negra que persisten como signos de un pasado cierto, y lo abren con la suavidad de quien guarda aún el poder del asombro.
El rostro ausente tiembla, por un segundo, una pequeña brisa levanta el polvo de la mesa que queda suspendido en el aire, atravesado por la luz ensangrentada.
Esa mesa nunca ha sido suya, pero sí esas palabras, que ya soñaban con él, en la tinta y la mano del tiempo del padre de su padre.
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