La mañana era una nueva salida de ruta, el movimiento negro de un primer peón acojonado, el atajo hacia ningún sitio, el paisaje vasto y aciago bajo la mirada de un rey incrédulo.
La luz cegaba hasta las sombras y la música hacía lo propio con el miedo. Tú mirabas el reloj con la ambigüedad del que no sabe si sigue vivo, ni siquiera si quiere seguir viviendo.
El mundo era entonces lo que siempre soñamos, un vagar sin dueño, una libertad idílica, un todo para nada. Y sin embargo la luz hería, como hiere la distancia y el olvido de las voces familiares. Ya estábamos allí, ya habíamos llegado, livianos como el aire, y sin saber qué hacer con tanto vasto sueño, con tanta inmensidad vacía.
Dimos la vuelta en el primer cambio de sentido, los alfiles apostaron en oblicuo, y al destino lo alcanzamos con un brusco giro de caballo. Las raíces simplemente hicieron el resto, de regreso al único lugar que nos pertenecía.