lunes, 20 de julio de 2009

Como flamencos o tortugas

Caminaban todos juntos, en silencio y fila india; cada uno pisaba las huellas del otro, y así iba quedando el rastro de uno solo. Con los ojos bien abiertos, escudriñaban cada detalle entre las ramas, detrás de los arbustos, a cada lado, más allá del cielo verde que los arropaba. Hasta sus oídos llegaban ruidos y cantos de todos los tipos y colores, murmullos y crujidos de ramas al correr, respiraciones entrecortadas y batir de alas cercanos. Toda la música de la selva se iba abriendo a su paso, para cerrarse de nuevo a las espaldas del último guerrero o explorador.

  Cuando llegaron a los límites del bosque el aroma del salitre y el rumor de las olas rompiéndose en la arena se volvieron más embriagadores. Muy lentamente, sin hacer ningún ruido, con una prudencia que era casi miedo, asomaron sus tiznadas caras por entre los árboles últimos que se enfrentaban al rompiente mar y la desnuda e indefensa explanada de arena. 

  Más allá de estar vacía, se encontraba abarrotada de felices domingueros, veraneantes y bañistas en carne viva, con cientos de sillas plegables, toallas, sombrillas y neveras esparcidas a lo largo de toda la playa. Eran una manada ruidosa y chillona, que rompía cada año por las mismas fechas la natural calma de la isla. 

  Ellos sabían que su presencia, de carácter estacional como la de los flamencos o las tortugas, no duraría más allá de los días finales de septiembre, cuando los últimos ejemplares abandonaban la herida y desgastada arena, dejando múltiples deshechos que luego ellos se encargarían de recoger para facilitar su regreso la siguiente temporada.

  Hoy elegirían, como todos los años, al mejor espécimen de todos, no muy viejo pero tampoco excesivamente joven, a ser posible de carnes prietas pero engrasadas, pues era de sobra conocido que las vetas del tocino hacían más sabroso el manjar. También como siempre sería a la caída del sol o en la noche, cuando más indefensos se encontraban, pues eran animales de mañana, y además apenas tenían visión en la oscuridad. Eran inteligentes sin embargo, y aunque individualmente no tenían defensa alguna, como manada podían llegar a ser bastante peligrosos. Por ello el hecho de sólo coger a uno cada verano, era algo que podían llegar a aceptar sin enfurecerse en exceso, sabían que ese era el tributo que debían pagar y que el resto corría a cuenta de un azar desconocido.

  Ellos, los otros, volverían sobre sus pasos a la mañana siguiente con el trabajo hecho, y un día inexacto de agosto celebrarían una vez más, en algún recóndito lugar de la selva, la particular festividad de su poblado con el asado de uno de nosotros.

  Ese año tampoco me tocó a mí. Había estado toda la primavera preparándome; todos sabíamos de sus gustos, y esa era la verdadera razón de nuestra común y obsesiva dieta antes del verano.

1 comentario:

  1. Es decir, la operación bikini tiene un trasfondo de pura supervivencia. ¿Verdad?
    Lo suponía.

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